De las grandes salas de teatro de revista que supo tener la noche porteña, el Maipo fue la más representativa, la que contó con la adhesión leal de un público que colmaba sus instalaciones para divertirse y vibrar con espectáculos donde desfilaban las principales luminarias de la noche porteña. Si el Maipo de calle Esmeralda fue el escenario de un tiempo mítico, Sofía Bozán fue su protagonista distinguida y lo fue durante veinte años, desde 1934 a 1954.
Para 1934, el Maipo y la Bozán ya habían tejido sus propias historias. El teatro, que antes se había llamado Scala y después Esmeralda, a partir de 1922 adquirió su nombre definitivo y, seis años después, le aportó su exclusivo tono trágico, cuando las llamas redujeron a cenizas su principal salón. No fue su único incendio; hubo otro en la década del cuarenta, pero eso ya es otra historia.
La Negra, mientras tanto, ya había lucido sus atributos en los teatros de Buenos Aires, San Martín y Sarmiento, imponiendo un repertorio que con el tiempo será su sello distintivo, tan distintivo como su sonrisa y ese singular tono de voz que, según el momento, podía ser cálido, burlón, insinuante o canyengue.
En un tiempo en que el tango empezaba a ser un exclusivo pensamiento triste que se baila, ella le otorgó picardía, sonrisa y una cuota de felicidad. Lo hacía con talento, discreción y de-senfado. Su tono arrabalero, sus sarcasmos e ironías, nunca atravesaban la línea demarcada por el buen gusto. Delgada, elegante, el brillo de sus ojos competía con la luz de su sonrisa. Dominaba el escenario como una reina, una reina de la noche y el arrabal. Salía a escena y los hombres suspiraban y las mujeres hacían silencio. Después llegaban las risas y los aplausos.
Muchos años más tarde, María Elena Walsh la recordará en un tema célebre, “El viejo varieté”, evocando esos modestos palacios de la noche tanguera que se perdieron a la vuelta del camino y del tiempo y que la Walsh los recupera con nostalgia para probar que está hablando de un tiempo perdido, un tiempo en el que ya nunca volverán... “ni Fidel Pintos ni la Negra Bozán”.
En sus años de esplendor, ella se presentaba con una milonga escrita en su homenaje y que definía en pocas palabras su estilo. “Yo soy la Negra Bozán, yo canto porque lo siento, mi pelo lo peina el viento y me gusta el bataclán. Si quieren verle la hilacha a mi estirpe de tanguera, no me vengan con guarachas, a mí me gusta el gotán”.
La Negra Bozán era popular, no guaranga; desenfadada, no obscena; atrevida, no irrespetuosa. Fue una maestra en el arte de la insinuación, la mirada pícara, el mohín presumido, el gesto travieso. En una oportunidad, los periodistas le preguntaron en una conferencia de prensa, acerca de sus relaciones con los hombres. Su respuesta fue una marca de estilo: “A ustedes, no les voy a contestar esas preguntas, pero si fueran mujeres les diría: los hombres me gustan una barbaridad”.
Sus presentaciones eran esperadas y celebradas por un público que la quería y la respetaba. Nunca fue -ni pretendió serlo- una cantante de primer nivel. Desafinaba, no mucho, pero se le notaba, su voz no era muy potente pero tenía el don de la simpatía, de trabajar algunos registros que establecían en el acto una relación afectiva con su amplia platea.
Su estilo prefigura a Tita Merello, pero es menos patética, siempre más cerca de la comedia que de la tragedia, de la risa que de las lágrimas. A su vez, tenía algo de Niní Marshall y Rosita Quiroga. O al revés, ellas incorporaban cosas suyas, porque la Negra en todas las circunstancias era siempre ella misma, personal, única, irrepetible.
Unos años después de su muerte, Pablo Hechín escribió un poema en su homenaje que le hace justicia. “Llevabas en tu alma bondadosa y noble, gracia y picardía del tango canción, tu estampa tanguera paseó por el mundo y Francia, la eterna, tu arte aplaudió. Muchacha criolla, quedó tu recuerdo, tu Buenos Aires no te ha de olvidar, negrita querida con toda tristeza te brinda este tango responso final”.
Su repertorio musical fue singular y exclusivo. Los tangos y milongas que interpretaba eran un retrato, una postal de la vida de la gran ciudad. Por allí desfilaban el guapo, el cafisho, el vago de la esquina, el niño bien engominado, el amarrete, el mufa y el cuentero. Tangos como “Un tropezón”, “Yira yira”, “Esta noche me emborracho”, “Las vueltas de la vida”, “Carro viejo”, “Engominado”, “Cobarde”, “Amarrete”, llevan su marca registrada.
El teatro de revista fue su gran escenario y, de alguna manera, su exclusivo recurso artístico. Grabó poco, sus actuaciones por la radio no pasaron de discretas y no puede decirse que ha sido una excelente actriz, aunque en su momento se dio el lujo de filmar con los mejores y ser dirigida por los grandes directores de su tiempo. No cantaba bien, pero el público la adoraba, el público porteño y el europeo, porque la Negra se dio el gusto de ser aclamada en el Teatro de la Zarzuela de Madrid y en los grandes teatros de París.
Por si ello fuera poco, en esa gira conoció a Carlos Gardel. Corría el año 1931 y entonces en París se citaban los mejores. Fue para esa época que filmó con el “Morocho del Abasto” la película “Luces de Buenos Aires”. Los acompañaban, entre otros, Julio de Caro y Pedro Quartucci.
Se llamaba Sofía Isabel Bergero, pero por razones de marketing artístico eligió el apellido de su prima por parte de madre, la actriz Olinda Bozán. Algunos dicen que nació en Buenos Aires el 5 de noviembre de 1904, pero otros datan su nacimiento en Montevideo y en 1898, es decir, seis años antes. Coqueterías de entonces. Su formación musical fue absolutamente improvisada. Fue una autodidacta a tiempo completo, cuyo único estudio, más o menos sistemático, fue el de maestra de corte y confección, título adquirido cuando tenía apenas doce años.
Según los biógrafos, se inició en los tablados como integrante del coro de la compañía teatral Vittone-Pomar, pero su debut decisivo lo hizo en 1926, bajo la dirección de dos grandes: Elías Alippi y Enrique Muiño. Allí se lució con el tango de Tomás de Bassi y Antonio Botta, “Canillita”. Al año siguiente actuó en la obra escrita por Pascual Contursi “Saltó la bola”. Allí estrenó “Un tropezón”, el tango de Raúl de los Hoyos y Luis Bayón Herrera. A partir de 1929, inició sus grabaciones con el sello Electra de Alfredo Améndola. Para entonces la acompañaba la orquesta de Francisco Pracánico. Un año después acordó con el sello Odeón y transformó al tango de Enrique Santos Discépolo, “Yira yira”, en el gran suceso del año.
En el cine también hizo lo suyo. Con Luis Sandrini filmó “Loco lindo”; con Pepe Arias y Charlo, “Puerto Nuevo”. También lo acompañó a Charlo en “Los muchachos se divierten” y “Carnaval de antaño”. En 1942, protagonizó junto a Paula Singerman una de las películas más taquilleras de aquellos tiempos: “Elvira Fernández, vendedora de tienda”. En 1943, participó en “Calle Corrientes” y, en 1950, se destacó en “Patio de la morocha”.
Sofía Bozán murió el 9 de julio de 1958. Dicen que el cáncer fue inmisericordioso con su cuerpo. Para esa época estaba casada con Federico Hesse. Su muerte fue tapa de diarios y revistas de su tiempo. Los principales matutinos porteños abrieron sus páginas para rendirle los homenajes que se merecía. Un tanguero, que también era periodista y nochero, la recordó con las siguientes palabras: “Los bandoneones porteños enlutados, rezongan en este día triste un responso a su memoria. Y como si escucháramos su voz perdiéndose en la eternidad y el recuerdo, Sofía Bozán ha hecho su último y definitivo mutis”.
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