Es un monje y escritor argentino. Nació en Malabrigo, región del Chaco santafesino, hoy norte de la provincia de Santa Fe.Hijo de María Josefina, noveno de trece hermanos, monje benedictino del monasterio Santa María de Los Toldos desde el año 1952. Desde marzo de 1962 a diciembre de 1965 realizó sus estudios de teología en Chile, en el monasterio benedictino de Las Condes, donde fue ordenado diácono por el cardenal Raúl Silva Henríquez, en 1966, fue elegido superior en septiembre de 1974, en agosto de 1980 es bendecido como primer abad de su comunidad de Los Toldos por el cardenal Eduardo Pironio. Fue abad del Monasterio de Santa María de los Toldos por dos períodos, desde 1980 hasta 1992. En 1994 recibió el Premio Konex - Diploma al Mérito como uno de los cinco máximos exponentes de la Literatura Juvenil.
Es escritor de cuentos, poesías, ensayos bíblicos, narraciones, reflexiones. Se inspira un tanto en el Cura Brochero. Publica en la Editora Patria Grande desde 1976. Ha editado numerosos libros muy famosos en el ámbito de la Iglesia católica en Argentina y también en el extranjero. Fue ordenado sacerdote el 4 de diciembre de 1966. Ha publicado más de cuarenta libros con temas que van desde el encuentro con Dios al crecimiento en la fe
La pobreza y la fe
por Mamerto Menapace, publicado en La sal de la tierra, Editorial Patria Grande
No habrá tenido mucho. Pero lo que tenía era muy suyo. Sobre todo, porque de tanto llevarlo encima había terminado por sentir indispensables todas esas realidades: sus botas, su poncho, sus ropas, su chambergo y su facón.
¡Habían compartido tantas cosas juntos, que había terminado por encariñarse con todo eso! Más que cosas suyas, las sentía como parte de sí mismo. Como realidades de su misma historia. Al sentir consigo todas esas realidades, se sentía viviendo una historia con continuidad: historia con pasado. Y todo hombre que está en camino siente la tentación del pasado. Tentación que se concretiza en el poseer; en el no dejar.
Al llegar a la orilla de ese río, la opción le resultó dura. Esa realidad del río que atravesaba como un tajo su camino, le exigía una decisión dolorosa. No es que no quisiera atravesarlo; ¡si para eso se había puesto en camino! Lo duro no estaba en vadearlo; sino en que para vadearlo debía tomar una actitud nueva frente a todas sus cosas viejas; frente a todo lo que era suyo; frente a todo lo que se le había adherido.
Todo bicho exigido a dejar el pellejo, busca arrinconarse. Lo busca hasta el gusano que quiere ser mariposa. Para poder crecer hasta el volido, necesita aceptar el retiro del capullo. La rosa y el gusano lo hacen por instinto; al cristiano, por ser hombre, le toca decidirlo.
Al llegar a la orilla del río, nuestro hombre se acurrucó en silencio. Antes de despojarse por afuera necesitaba unificarse por dentro. Necesitaba mirar la correntada, dejar que ella le entrara por los ojos y se le fuera corazón adentro. Necesitaba que el corazón pasase primero, para poder luego seguirlo su cuerpo. En esa actitud se le fue la tarde, y la noche le cayó encima con todo su misterio. Y en esa actitud lo pilló el lucero. Fue entonces recién cuando dijo: "sí". Un sí que lo venía arreando desde lejos. El mismo sí, que lo pusiera en movimiento al comienzo.
Despacio se puso de pie, se quitó el poncho y lo tendió en el suelo. Se sacó las botas y las colocó en el centro. Luego el facón, el pañuelo, la faja y el chambergo. A cada pilcha que entregaba, el hombre se iba empobreciendo. Los grandes momentos de la vida no necesitan dramatismo. El drama es el escenario ficticio que necesitan ciertos acontecimientos cuando carecen de suficiente espesor para impactarnos por sí mismos. O cuando no han sido aceptados por la rumia y nos resultan indigestos.
Por eso el hombre, sin broma ni drama, ató las cuatro puntas del poncho que contenía todo los suyo. Lo voleó tres veces como un lazo para darle impulso y lo tiró por encima de la correntada para que fuera a caer a la otra orilla. De este modo colocaba lo suyo allí donde él mismo debía llegar. Hacía que lo suyo se le adelantara para esperarlo en la meta.
Y allí quedó él, en la orilla de acá, liberado de todo para poder vadear mejor ese río y urgido a vadearlo para poder encontrarse con todo lo suyo, que lo había precedido. Porque era un hombre que amaba profundamente lo suyo.
Nada se ha de perder
de lo que el Padre nos ha dado.
Hace más de veintitrés siglos un joven salmista, al que le pasó algo parecido, le decía al Señor en un largo poema:
Yo pongo mi esperanza en vos Señor,
que no quede frustrada mi esperanza
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