Cuando mi padre tenía 20 años robó a mi madre y se casó con ella. La sacó de los alredores de La Plata donde mi abuelo trabajaba en un stud como cuidador. Fue a comienzo del año 1905.
«Se fueron a vivir a Buenos Aires a una casita de la calle Castro 947. Yo nací el 6 de agosto de 1906, a las cinco de la tarde. Caía una lluvia tremenda y hacía un frío de la madona. Mi padre trabajaba en los Tribunales, y un amigo suyo, Edmundo Montagne, también poeta, le avisó: “Pepe, ha nacido tu hijo Cátulo”. Ese amigo ya tenía previsto el nombre. Mi padre corrió a la casa, me quitó de al lado de mi madre, me sacó los pañales, salió al patio, me puso debajo de la lluvia y exclamó: “¡Hijo mío, qué las aguas del cielo te bendigan!”
«A causa de tanto lirismo y ritual anarquista, me pesqué una pulmonía que me tuvo durante tres o cuatro meses entre la vida y la muerte. Dos días después junto a sus amigos fue al Registro Civil para anotarme. “¿El niño cómo se va a llamar?” —preguntó el empleado—. “Descanso Dominical González Castillo” —dijo mi padre—. El empleado se negó, mi padre se enfureció y por poco se van a las manos. Privó la actitud de quienes lo acompañaban y quedó Ovidio Cátulo. Aquel intento se debía porque recientemente habían promulgado la ley de no trabajar los domingos, una vieja aspiración libertaria.
«En 1910, sus ideas lo llevaron a exilarse en Chile. Allí marchó toda su familia, recalamos en Valparaíso, buenos años los pasé mirando el Pacífico. Cuando en Buenos Aires, en el teatro Nacional, le estrenaron su sainete “La serenata”, había pasado el peligro y regresamos. Pasamos a vivir en San Juan 3957, era 1918.
«Con las obras que escribía y se estrenaban, mejoró nuestro nivel de vida. Nos mudamos varias veces, hasta que hubo casa propia, estaba en Boedo 1060, esa calle, luego barrio, era una extraña república con la que mi padre tuvo mucho que ver. Allí, un viejo músico italiano, Juan Cianciarulo, me dio las primeras lecciones de violín y luego de piano, en el Conservatorio Bonaerense.
«Muy pronto comencé a componer y también a escribir llevado por mi admiración por Ruben Darío. Mi padre me enseñó mucho, gracias a él tuve una formación culta. Cosa extraña: mi padre que adoraba a sus clásicos, era un gran autor de sainetes lunfardos. Todo lo que sabía lo convertía en expresión porteña.
«En uno de sus viajes a Buenos Aires, un día llego a casa y me lo encuentro a Ruben Darío, mi padre lo invitó a comer. Lo vi como una especie de gigante, con su larga melena algo rizada y siempre despeinada. Tenía facciones de chinote y fumaba interminables puros cuya ceniza le caía en las solapas. Era corresponsal del diario La Nación, en Europa. Mi padre compró champagne ese día y él lo batía con un cigarro que luego encendió, entonces tomaba un trago y daba una chupada al cigarro. Tenía voz grave y al hablar incluía palabras francesas.
«Días después de la visita escribí: “Duerme y sueña la princesa/ sobre su lecho de rosas./ La cabeza de su alteza/ tranquilamente reposa”. Mi padre lo leyó y dijo: “¿Lo escribiste vos? Se parece a Darío”. Junto con Carriego fueron las influencias de mi niñez. A Carriego lo vi una sola vez, traía un libro. Me di cuenta que usaba cuello y puños “Mey”, los más baratos, de cartón, con una pechera, se disimulaba la falta de camisa. Artistas y poetas eran muy pobres.
«Mi casa fue también reducto de payadores, desfilaron todos, y recuerdo a Betinotti, delgado, medio rubión, con una calvicie incipiente, me daba la sensación, quizás por mi edad, que era pretencioso, se conducía ostensiblemente. A mi casa venía con sus escritos para que mi padre les diera el visto bueno o sugiriera alguna corrección. Otro fue Luis Acosta García que me propuso acompañarlo con piano o violín, que ya dominaba bastante, en sus giras por las glorietas y teatros. Ocurrió sólo algunas veces, yo en el piano, Jerónimo Sureda en bandoneón y un muchacho Furloni.
«En Boedo mi padre fundó la universidad popular, en ella enseñaba inglés, que sabía muy poco, pero igual lo hacía. También fue fundador y animador por años de la peña Pacha Camac, que comenzó funcionando en los altos de una confitería, “Biarritz”. De allí salieron actores importantes, gente de teatro, escultores como Riganelli, venía gente del diario “Crítica” donde había trabajado. Él estuvo en el comienzo del grupo de “Boedo”, contrapuesto al de “Florida”, bastante parecidos en su composición pero con otras ideas menos radicalizadas. El grupo nació en la librería Munner, en Boedo 833. Munner era un alemán muy inquieto que reunía a los muchachos en la trastienda de su negocio. Así, la calle que aún no era barrio comenzó a tener una vida cultural propia que se irradiaba a los barrios vecinos. Su apogeo fue en las décadas del veinte y el treinta.
«En 1928 yo ya tenía mi nombre como músico, mis conjuntitos y había compuesto la música de un tango con letra de mi padre, que él había titulado “Organito de la tarde”. “Te vas a inscribir en un concurso que hay en la Casa Max Glücksmman”, me dijo. Allí participaban los grandes de la época. El tema de mi tango era muy “carriegano”. Así me lancé a la vida profesional con la protesta de aquellos ya consagrados. La voz cantante fue la de Juan de Dios Filiberto que se presentó ante mi padre bastante exaltado: “¡Usted lo está echando a perder al mocoso ese, porque va a entrar a la competencia final conmigo. Y si me gana, sepa señor Castillo, que yo me he criado matando vigilantes”. Mi padre se paró y agrandándose le dijo: “Sepa que yo me crié matando sargentos. Les daba dos puñaladas de ventaja y los cagaba a patadas”. Así conocí a Filiberto y así fue como en el concurso me prendí con un tercer premio.
«Al año siguiente mi padre era director de compañía en el Teatro San Martín, en el elenco estaba Azucena Maizani que cantó nuestro tango y tuvo gran éxito y difusión. Pero yo no estaba, ya que en el 28 había viajado a Europa y en Francia me encontré con Gardel a quien conocía de habernos cruzado en esa casa Glücksmman. Él admiraba mucho a Tita Ruffo y otros cantantes italianos. Se metió en la claque del Teatro Coliseo sólo para escuchar a los grandes artistas, como impostaban las voces y otras cosas, luego ensayaba en su casa. Con el paso del tiempo me grabó ocho títulos: “Organito de la tarde”, “Acuarelita de arrabal”, “Aquella cantina de la ribera”, “Caminito del taller”, “Corazón de papel”, “Juguete de placer”, “La violeta” y “Silbando”.
«A mi vuelta de Europa, en la década del treinta, ingresé como profesor del Conservatorio Municipal de Música, pese al desprecio de los otros profesores y del propio director Enrique Fantoni. “¡Cómo un tanguero va a dictar clases de solfeo!”. En 1933 intervienen la escuela, ponen en el cargo a Luis V. Ochoa, quien me da los cargos de profesor en pedagogía, historia de la música y acústica musical. Más adelante me presenté a concurso y me nombraron secretario, luego vicedirector y después, en la década del 50 director. Con ese cargo me jubilé. El lapso que va de los 30 a los 40, estudié mucho, desde los cantos gregorianos a los románticos alemanes.
«Ahora quiero hablar de una amistad que nació casi en la adolescencia y se prolongó hasta su muerte. Fue la que tuve con Homero Manzi. Lo conocí cuando aún andaba en pantalones cortos. Yo vivía en Loria 1449 y él a la vuelta, en Garay 3259. Pasaba silbando por la puerta de casa. Yo tenía 17 años y él uno menos. Cuando supo que yo era el autor de “Organito de la tarde”, se acercó y me dijo: “Mirá Cátulo, yo tengo una letrita ¿sabés?, se llama “El ciego del violín”, ¿No te gustaría ponerle música?”. Le dije que sí, que me trajera la letra. Era muy buena, dedicamos el tango al viejo Carriego y, finalmente, se tituló “Viejo ciego”. Con este tema Manzi se iniciaba como autor.
«Más tarde le presenté un pelado que venía a mi casa: “Este es un muchacho que compone muy bien —le dije—, juntos pueden hacer grandes cosas”. El muchacho era Sebastián Piana. Era hijo de un peluquero que tocaba muy bien la guitarra. La peluquería quedaba en Castro Barros a media cuadra de Rivadavia, donde hoy está la Federación de Box. Cuando se iba el último cliente, se bajaba la persiana y meta música en la trastienda.
«Iban payadores como Cazón o Ramón Vieytes, muy célebre en su época. Mi padre lo admiraba, una vez me dijo: “¡Vos no sabés quien es este señor atorrante!”. Cierta tardecita se apareció por casa todo sucio, con los pantalones rotos. “¿Está Pepe”, me preguntó. “¿Qué Pepe? —le dije. “Y... Pepe Castillo”. Entré y le dije a mi padre: “Mirá papá, ahí está un atorrante que te busca, te quiere ver, pero me parece que es un reo. Se llama Ramón Vieytes”. Mi padre dio un salto, abrió la puerta y le gritó: “¡Entrá hermano! ¿Cómo estás así?”. Tomó algo, le regaló un traje y le dio diez pesos. Cuando se fue me dijo: “Este hombre tiene un talento descomunal”.
«Piana le dio una nota a papá, donde su padre le preguntaba si podía salvarlo del servicio militar. Y como tenía contactos, lo salvó. Entonces era alumno del profesor Ernesto Drangosch, cuando se sentó al piano demostró el músico que era. En eso dijo: “Señor Castillo, hay un concurso que organiza la fábrica de los cigarrillos “Tango”. Yo tengo una música compuesta ¿No querría usted ponerle letra”. “Sobre el pucho”, contestó mi padre”.Y esa frase fue el título definitivo y el comienzo de la carrera de Sebastián. Con Manzi salíamos los tres. Homero decía, “no se olviden que estamos viviendo la época de oro del tango”. Como si hubiera presentido que algún día no sería igual».
Publicado en La Opinión Cultural, 13 de abril de 1975.
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