viernes, 7 de diciembre de 2012

El mateo tiene su historia


Hasta las primeras tres décadas del siglo XX se contaban por miles. 
Y su función podía variar entre llevar desde una estación de trenes a un recién arribado a la Ciudad, con sus sueños y esperanzas intactas, hasta transportar a algún dandy porteño, tanto a la llegada como a la salida de una milonga en Palermo. Es que, desde 1850, las “victorias”, tiradas por un solo caballo y a cargo de un cochero, estaban incorporadas al paisaje de Buenos Aires tanto como esa música popular que conocemos como tango.
Se los veía siempre en los alrededores de las plazas más importantes, como Constitución, Miserere, Congreso o de Mayo. Por eso algunos los denominaban “placeros”. Pero en 1923 la influencia de una obra de teatro les cambió el nombre para siempre.
La obra se estrenó en mayo de ese año en el Teatro Nacional. La había escrito Armando Discépolo (el hermano de Enrique Santos) y contaba algo de la dura vida de don Miguel, un inmigrante italiano que veía cómo la merma en su trabajo complicaba su existencia. Entonces el hombre volcaba sus penurias hablándole a Mateo, el viejo matungo de su carruaje. Fue tanto el impacto popular que tuvo que desde entonces a los carros se los llama mateos.
La mayoría de esos mateos llegaron desde Francia, aunque a mediados del siglo XIX eran muy importantes en las principales capitales de Europa como Londres, Berlín o Viena. Y aquello se vería reflejado también en Buenos Aires. Tanto que ya en 1866 aparecía una ordenanza para reglamentar su actividad. Entre otras cuestiones, se establecía que, para circular de noche, debían llevar faroles encendidos cuando no hubiera luna llena. Aquellas luces funcionaban con carbono.
Equipados con mullidos asientos forrados en cuero, negras capotas que protegían del rocío y con elásticos de buen hierro debajo de la carrocería, para amortiguar el traqueteo sobre el adoquinado porteño, los mateos empezaron a entrar en la historia cuando el servicio de tranvías llenó la Ciudad y los “autos de alquiler con reloj taxímetro” (como se denominaba a los taxis) coparon la parada del transporte urbano, previo auge de los colectivos.
La prohibición de la tracción a sangre en la Ciudad (sancionada en 1960) también influyó. Sin embargo, hoy todavía hay algunos que se lucen en las dos paradas que mantienen como bastiones de aquel tiempo: frente a la entrada principal del zoológico (en las avenidas Las Heras y Sarmiento) y frente al gran Monumento de los Españoles (avenidas Del Libertador y Sarmiento). Desde allí, frecuentados en forma mayoritaria por los turistas, siguen al trotecito lento por la zona del Rosedal en un paseo con mucha nostalgia para los mayores y mucho asombro para los más chicos, acostumbrados a las velocidades del siglo XXI. Eso sí: en todos los mateos están incluidos los dibujos de los históricos filetes porteños, un arte popular que en su origen tuvo alguna influencia europea pero que es tan argentino como el dulce de leche.
Para estos carruajes quedó lejos la época en que las familias patricias, con cochero incluido, los tenían como un símbolo de su buen pasar. La expansión de la Ciudad también los fue dejando fuera de juego, como les pasó a aquellos ómnibus con techo de lona que se usaban para llevar gente a los loteos de tierras en barrios alejados del Centro o para disfrutar alguna excursión. Muchos también salían desde la zona de Plaza Italia. Por el diseño de su carrocería el ingenio popular los había bautizado con un nombre más doméstico que callejero: les decían bañaderas. Pero esa es otra historia.

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