Uno de los privilegios (quizás el más importante que me ha dado mi profesión) ha sido poder acercarme a personas que admiraba. Y aun más, haber llegado a disfrutar de su amistad. Como todo el mundo sabe, mi música es el tango (recuerdo a mis compañeras de la secundaria, en plena época del bolero, diciéndome: “No digas que te gusta el tango, sos un quemo”). Tuve el privilegio de ser amiga de Aníbal Troilo, de Cátulo Castillo, de Julián Centeya, de Sebastián Piana y, especialmente, de ese hombre tan adorable como extraordinario que fue Julio De Caro. En el año ‘74, yo hacía un programa que se transmitía para todo el interior, en el cual entrevistaba mano a mano y a lo largo de una hora a diferentes figuras. Un día convencí a Julito De Caro para que viniera al programa y contara algunas de las muchísimas anécdotas que le había escuchado en privado. Llegó al estudio acompañado de su mujer, Corita, con su elegancia y distinción de siempre, lejos del estereotipo tanguero. Quizá fue la ubicación del estudio, en la calle Catamarca, lo que lo llevó a recordar la época de su niñez en que vivía en esa misma calle (de hecho, a pocos metros del estudio donde estábamos grabando), precisamente la época en que accedió al mundo del tango, de una manera tan fascinante como tremenda, tal como se verá a continuación.
¿Cómo estás, Julito?–Muy feliz, me siento renovado, me siento joven con estos setenta y cuatro años. Porque, como vos sabés, yo voy a la vera del siglo: nací en el noventa y nueve, en la calle Piedad, que ahora se llama Bartolomé Mitre. En la esquina que es hoy Bartolomé Mitre y Ayacucho, a fines del siglo pasado: Buenos Aires era una aldea casi. Papá y mamá me contaban que después creció tan rápido... ¡Pero en ese entonces había farolitos a querosén! Por esos barrios, salir a las seis o siete de la tarde, cuando anochecía, era realmente sentirse finado. Pero aquí me tenés, con 74 años vividos intensamente, porque en mi profesión uno va de un lado para otro: otros pueblos, otras ciudades, otra gente, otros idiomas... Vos sabés que fue un poco accidentada mi vocación por el tango, no tuve la suerte de que a mis padres les gustara que fuese así.
Contame desde el principio. ¿Cómo fue tu infancia? ¿A qué colegio ibas?
–Vivíamos en Defensa 1020, fui a un colegio de San Telmo los primeros grados, después nos mudamos para acá, a Catamarca y México. Ahí conocí a Villoldo, a Bevilacqua, a Saborido, a Arolas, a Greco... También a Alberto Williams y a otros maestros. Pero, como mi papá vendía bandoneones, tenía la exclusividad de venta de bandoneones en Buenos Aires, entonces caían al negocio todos estos señores que lo tocaban... El más asiduo concurrente era Vicente Greco, al que llamaban “Garrote”, que ha sido una figura prominente, realmente de vanguardia, en el tango. Me acuerdo que era el año diez, había llegado la Infanta y Greco fue de visita al negocio para que lo escuchase, ¿cómo se llamaba el editor?, Caviglia, sí. Porque papá tenía también una academia de música allí. La cuestión es que Greco empezó a tocar el tango “La Infanta” y se llenó de gente el negocio y la calle... Todo. Era una locura.
Es conocida una anécdota que revela la tozudez de tu padre: a vos, que te gustaba el violín, te obligó a estudiar piano. Y a Francisco, tu hermano, que prefería el piano, le impuso el violín...–Así es. Afortunadamente, a nosotros se nos ocurrió intercambiar las lecciones y pudimos aprender cada uno el instrumento que le gustaba. Bueno, yo estaba enloquecido con el tango; me había aprendido “El pibe” y “El morochito”... A escondidas, claro, de contrabando. ¡Y ahora estaba Greco ahí, y todos aplaudían! A mí me parecía, no sé, como si uno tuviera un caballito de madera y de pronto le regalan uno de verdad, un pony de carne y hueso... Me enloquecí, corrí para adentro, saqué el violín y me puse a tocar “El pibe”, como un homenaje a él. ¡Y fue mi perdición!
¿Por qué? –Porque papá se puso furioso, me mandó adentro, ¡no le gustaba nada nuestra debilidad por el tango, le parecía una música prostibularia! Y menos que menos le gustaba que desobedeciéramos sus órdenes: porque yo tenía que tocar el piano, no el violín. Pasaron los años y acá cerca, en Catamarca y México (porque han sido mis barrios éstos), los muchachos me vinieron a buscar para ir a verlo a don Roberto Firpo, uno de los ases... ¡Roberto Firpo, que ha sido una lumbrera en el tango! Porque yo no estoy de acuerdo con algunos colegas míos que lo quieren dejar de lado: es lo mismo que si los argentinos quisiéramos olvidar a San Martín, a Moreno, a Belgrano. Imposible, ¿no? Bueno, cuando me dijeron de ir a escucharlo a Firpo, yo ni lo pensé. Tuvieron que prestarme pantalones largos, porque todavía yo iba de pantalones cortos. Antes los muchachos se ponían los largos a los dieciocho años, como las chicas también eran lanzadas al mundo a esa edad, ya tenían derecho a tener una simpatía, a tener novio. Yo apenas tenía catorce...
¿Así que te pusiste los largos y te fuiste a ver a Firpo?–¡Fue una noche...! Parece realmente una novela contar todo lo que ocurrió. Me llevaron los amigos, incluso me consiguieron ellos los pantalones, y yo que era muy menudo y muy delgadito no podía ni caminar de lo largos que eran, ¡los tenía que llevar enrollados a la cintura! Bueno, nos sentamos en una mesa, todos pidieron guindados y yo no sabía qué pedir, así que dije: granadina con soda. Firpo estaba tocando, era una maravilla. Y, de pronto, todo el mundo empezó a gritar: “¡El pibe! ¡Que toque el pibe!” Yo creí que era el tango “El pibe”... ¡Y el pibe era yo! Que tocara yo, pedían, porque estos compañeros míos del colegio Mariano Moreno me habían hecho una trampa, me habían llevado engañado. Bueno, la cuestión es que me levantaron y me llevaron casi en andas al palco. Ahí estaba Tito Rocatagliata, que era muy buen violinista, y otro famoso violinista que se llamaba Ferrasano, los dos mejores violinistas que tenía el tango en el país estaban allí... Tito, que era famosísimo, me alcanzó el violín, y yo, con el instrumento en la mano, me sentí... De pronto los nervios desaparecieron y me sentí dueño de mí mismo, con el violín en la mano: “Vamos a tocar La Cumparsita, maestro”, le dije a Firpo, “y cuando venga la primera de vuelta, la hacen despacito, que yo voy a hacer un contracanto”. ¡Para qué habré hecho eso! Fue apoteótico. Yo estaba asustado, bajé casi a ciegas del palco, y una mujer, una francesa, de las que llamaban cocottes (que eran unas mujeres muy elegantes, como las maniquís de ahora, ¿no?, las cocottes tenían grandes modistos que las vestían, y eran las apreciadas por un Benito Villanueva, un Álzaga Unzué, no era pecado, era realmente un honor), bueno, esta mujer me empezó a morder, a besar, qué sé yo, ¡yo era muy chico, era inocente! Casi me sofoca. Hasta que un señor la apartó, le dijo en francés que se retirase. Yo me sentí ya medio liberado... Aunque estaba todo mordido. ¡Me parece un sueño contar esto! Y el señor que me había salvado me dice: “Vos vas a tocar conmigo, pibe”. “Yo no voy a tocar con nadie, señor, yo sólo me quiero ir a mi casa”, le contesté. Pero él insistió: “Vos vas a tocar conmigo, yo soy Arolas”.
¿Era Eduardo Arolas?–Era. Parece que había sido grandioso lo que yo había hecho con el violín esa noche, pero yo salí corriendo, me llevé las mesas por delante, él me quería agarrar, pero igual salí a la calle, corriendo como loco, me trepé al tranvía 52 y llegué a mi casa. Lo primero que hice, como era sábado, fue contarle a mi mamá lo que había pasado. Ella se asustó toda: “No hay que decirle nada a papá que has hecho eso, que te has ido con los amigos”. “¡Pero, mamá, ellos me llevaron!”, le dije yo. Porque ella los conocía a todos: en este barrio, que ha sido un barrio extraordinario, vivían los De Valle, los Discépolo, los Simari, los González Tuñón, el Malevo Muñoz... Pero mi madre me dijo: “Te vas a olvidar de esto, no tocarás nunca más, en ninguna parte”. Porque, poco tiempo antes, había hecho una especie de trampa con De Valle: me había ido al Teatro Lorea (su voz se adelgaza, se aniña), yo quería tocar en la orquesta...
¿Tu padre qué dijo? ¿Se enteró?–No se enteró de nada. Pero a los dos o tres días llegó Arolas al negocio y preguntó por mí. Y mi padre dijo: “Yo los he atendido siempre bien a ustedes, pero con mi hijo no se metan. ¡Mi hijo va a ser médico, él no toca tangos!”. Arolas, inmutable, se limitó a contestar: “Yo he venido porque Ferrari me dijo que aquí hay un chico que toca muy bien. Y, como ando sin elementos y tengo que debutar, he venido a buscar a este niño, que dicen toca muy bien el violín. Usted me lo presta unos días y...”. Ahí mi padre estalló: “¡No le presto nada y se me manda a mudar de acá!”. Y a mí, que estaba escuchando, me dijo: “¡Usted vaya para adentro ahora mismo!”. Pero esa noche yo le conté a Ferrari lo que había pasado y él me dijo: “Vamos a verlo a Arolas. Vos tenés que tocar tangos. ¡Vos sos un genio!”. Y me llevó con él. ¡Me hacés rememorar tantas cosas, Pinky!
Bueno, pero qué pasó después.–Me fui nomás a tocar con Arolas. La gente me llamaba “Billiken”, por lo delgado y menudo que era, y por los cachetes como coloreados. Además de la edad, claro: porque yo parecía de diez años, era muy chiquito. La cuestión es que una noche, volví de tocar con Arolas (la voz se le quiebra) y golpeé suavecito la puerta para que mi madre me abriese...
¿Cuánto hacía que tocabas con él?–Días... una semana llevaba tocando con Arolas (le cuesta hablar), y el que me abrió la puerta fue papá. Y me dice: “¿Qué hace con ese violín bajo el brazo?”. Yo nunca le había mentido, nunca mentí. Le dije: “Papá, vengo de tocar. Estoy tocando con Arolas. Estoy tocando el violín con Arolas”. “¿Arolas? Ése estuvo acá, en el negocio”. Entonces me hizo sentar, y me explicó que yo no podía tocar tangos, que debía seguir mi carrera y estudiar para concertista, si no quería ser médico: “Eso que estuvo haciendo es una música bastarda”, me dijo. Porque él era un maestro a la antigua, a los veintisiete años había sido maestro del Conservatorio de Milán y en La Scala, ¡era un genio musical, papá! Y entonces me dijo: “Usted tiene que elegir, ahora”. Yo era muy inocente, había estado muy enfermo de chico, siempre, y no conocía la calle, así que le dije: “Papá, ¿usted me da a elegir?”. “Sí, hijo, ya sabe lo que es el tango: música prohibida. No es para nosotros”. Pero yo le dije: “A mí me gusta el tango, papá. Si usted me deja elegir, yo le voy a dedicar toda mi vida al tango”. Entonces abrió la puerta, me empujó hacia afuera y me gritó: “Esta casa no es más la suya. Yo no soy su padre. Usted ya no tiene familia. ¡Váyase con su música! En su camino va a descubrir que esa música que a usted le gusta es lo único que va a encontrar. ¡Pero esto no lo va a encontrar más!” (De Caro tiene la cara arrasada en lágrimas). Así que me senté en el umbral de la puerta, me puse a llorar, y cuando empezó a amanecer me fui caminando como un sonámbulo... Llegué a casa de mis abuelos (hace un enorme esfuerzo para reponerse), que vivían en la calle Independencia al 500... sabiendo que, o dejaba de tocar y me reintegraba a mis estudios, a mis cosas, o perdía todo...
Y seguiste tocando tangos.–Y seguí tocando tangos. Pasaron veinte años (rápidamente pasan por mi cabeza las cosas que el mismo De Caro o sus amigos me han contado, porque ya son leyenda: su éxito en Buenos Aires, el suceso arrollador en Brasil y, antes de su consagración definitiva en París, esa noche en Montecarlo cuando, al salir al escenario, sintió por primera vez en su vida que no podía tocar, que su seguridad lo había abandonado, y entonces se volvió hacia la orquesta y cambió el primer tema, porque empezaba con un solo de violín, y él estaba aterrado frente a esa audiencia plagada de personalidades expectantes, y de pronto se oyó una voz estentórea, alguien se había puesto de pie entre el público y decía: “Señores, están ustedes ante el más grande músico de tango, así que les ruego que la misma generosidad que me han brindado siempre se la anticipen a él y lo recibamos con un aplauso”, y el que había hablado era nada más y nada menos que Carlos Gardel, y por encima del aplauso, De Caro empezó a tocar, hizo el primer tema, hizo el segundo tema, que era “El torito”, y entonces un señor bajito y muy elegante corrió las mesas para hacer espacio y se puso a bailar con su pareja, y cuando terminó el tema le pidió a Julio que lo repitiera, se lo hizo tocar tres veces, y recién al bajar del escenario De Caro supo que era Chaplin), ¡veinte años, Pinky! Durante todo ese tiempo, yo le mandaba a mi mamá todos los recortes de prensa desde Europa y otras partes. Siempre le escribía, pero nunca tuve respuesta.
¿Nunca nada?–Nunca. Hasta que un día en que daba un concierto en el ópera, cuando terminamos la función (los músicos salíamos un poquito más tarde, para que la gente se fuese yendo del teatro), salí al hall y, entre la poca gente que había en el fondo, ya en penumbras, la vi a mi madre... Y a mi padre. Mamá se adelantó para decirme que lo atendiese bien, que él había decidido venir, y yo me acerqué y le dije: “¿Cómo está, papá?”. “Bien. Estoy bien”, contestó él con voz ligeramente imperativa. “Quiero hablar con usted, vamos a casa”. Yo tenía coche, antes uno paraba el coche en la puerta del cine, no era como ahora, el vigilante te lo cuidaba, sabía que era de Gardel, o de Canaro, o de Lomuto (por un instante se ríe, después su voz cambia, se vuelve grave). Llegamos a casa, nos sentamos, mi madre se retiró, él me ofreció un cigarrillo, yo le dije que no fumaba, él insistió: “Sé que no lo he autorizado, pero ya puede fumar en mi presencia”. “No, papá, gracias”, le dije yo. “Hijo”, me dijo él entonces, “¿qué es lo que hacés? ¡Hacés una música del cielo! ¡Yo no sabía que hacías esto!” (su voz se corta por los sollozos). Y entonces me pidió perdón. ¿Te das cuenta, Pinky? ¡Él me pidió perdón a mí! ¡Yo no lo había deshonrado! (hace un enorme esfuerzo para dominarse). Pero me costó veinte años. Veinte años de cuidarme, y estudiar, porque yo pensaba, mi escudo era pensar que yo no lo había deshonrado, y que no lo iba a deshonrar. Me cuidé de todo. Y, como la salamandra, salí ileso: no conocí ninguna trampa, ninguna cosa, de mi trabajo me iba a dormir. Arolas me acompañaba, al principio, todas las noches me acompañaba. Y ya más grande, no he sabido nunca de nada, ni he vivido nunca nada. Pinky, mi vida ha sido una vida pu-do-ro-sa (su voz baja, es casi inaudible): la vida de un santo.
Si no hay comentarios, debe ser porque, como yo, nos quedamos sin palabras!!
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