Eduardo Yamil Falú nació el 7 de julio de 1923 en El Galpón (Salta), en una familia siria acomodada. Su padre era dueño de un almacén de ramos generales. La música era apenas uno de tantos entretenimientos en ese mundo criollo, lleno de gente que sabía pialar, marcar y trabajar el campo.
Algún día, un proveedor llevó una guitarra, que puso junto con los alimentos, el kerosene y los artículos de primera necesidad. No le llamó la atención. Al tiempo le picó la curiosidad, cuando escuchó el sonido de un vecino del barrio. Aprendió primero como autodidacta o copiando a su hermano, que sí tomaba clases.
A fines de los años ‘30, llegaron la mudanza a la ciudad de Salta y los estudios. Desde mediados de los ‘40, vivió en Buenos Aires. Con el tiempo surgieron las primeras actuaciones en la gran ciudad. Primero fue Radio El Mundo y después algunas peñas de la calle Lavalle, de dueños españoles.
Con los años, construiría uno de los cancioneros más notables del folclore argentino, junto a Cesar Perdiguero, León Benarós, Carlos Guastavino, Manuel J. Castilla y Hamlet Lima Quintana, entre muchos otros. Además, compuso obras épicas como Romance de la Muerte de Juan Lavalle, con Ernesto Sabato.
Pero la dupla imbatible, la que generó algunas de las más bellas zambas argentinas, fue la que hizo con su gran amigo Jaime Dávalos. Salteños los dos, bohemios y soñadores.
Vidala del nombrador, Vamos a la zafra, Zamba de un triste,Las golondrinas, Tonada del viejo amor fueron algunas de las canciones que hicieron en yunta. ¿Se escribirán en los próximos años versos tan dulces como “No tengo miedo al invierno/Con tu recuerdo lleno de sol” ? O una elegía al pago como La nostalgiosa. Esa dupla trajo la poesía más elevada del folclore al canto popular. Esas canciones sonaban a otra cosa, era algo distinto a lo que se venía escuchando en el folclore.
Jaime Dávalos recordó en un libro cómo nació La nostalgiosa en la española Avenida de Mayo. “Nos sentamos en un bar, en la vereda, y nos pedimos un jerez; un rayo de sol deslumbraba la copa mientras en un papelito que me dio el mozo comencé a garabatear aquel sentimiento vago de desgarramiento interior, de desposeído. La melancolía del trasplantado, del hombre del interior que viene a Buenos Aires no porque quiere sino porque sólo es la gran urbe. Siente que él es hijo del país, que mama su energía vital y por nostalgia vive selectivamente ese paisaje y esos hombres de su tierra, con la perspectiva crítica que da la ausencia”, dijo Dávalos. Mientras tanto, Eduardo silbaba y caminaba por esas calles junto a su entrañable amigo.
Mostró sus conocimientos de música clásica con sus Suites Argentinas, con ritmos folclóricos y altos momentos como intérprete de la guitarra, con dirección de Elías Khayat. Esa obra le valió el Konex de Platino en 1985. También tuvo un intenso trabajo como recopilador; uno de los rescates más recordados fue La cuartelera, nacida en el siglo XIX en los campos de batalla argentinos.
Con su voz de barítono y con su refinada guitarra –”me da su voz, la templo con cariño y mi caricia la quiere despertar”, escribió–, Falú alcanzó fama mundial. Tocó en escenarios variados de América, Europa, Japón y Rusia, entre otros destinos lejanos. Y lo hizo con zambas, carnavalitos, cuecas, bailecitos y melodías españolas, además de obras académicas.
Padre de dos hijos, tío del consagrado guitarrista Juan Falú y finísimo compositor, tenía la mirada clara, límpida, mezcla de criollo y sirio. En una de las últimas entrevistas , confesó que le gustaba Pappo. “Tiene un lenguaje propio y muy creativo. Además, es un buen chico: lo conozco porque suele venir a verme a SADAIC (entidad donde fue vicepresidente). Pero no estoy ciento por ciento a favor de todo lo que produce el rock. En estos tiempos de crisis, la música contribuye a aliviar un poco la tensión y estimula el espíritu”, dijo. En aquella charla, elogió a Soledad y Los Nocheros. Pero exigió la defensa de los ritmos tradicionales. Y criticó a los que “confunden el arte con el circo”.
En la foto de esa nota, aparece con la mirada lejana y un sombrero negro, más propio de un tanguero que de un folclorista. Ahora, con su pérdida, es fácil imaginar la guitarra enfundada y recostada en algún rincón de su casa. Y recordar esos versos que le escribió: “ Guitarra oscura, mi compañera/En tu madera me quiero recostar/Tal vez un día cuando me muera/Sus cuerdas tensas me vengan a cantar ”.-
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