CENTEYA Y TROILO |
Llegó a la Argentina a los 12 años, en 1922 y amasó su obra al mejor estilo de los antiguos bardos: irreverente, inconformista, dispersa, mejorada por el buen uso del lunfardo. Intentar definirlo tropieza con un inicial problema. No fue poeta puro, aun cuando La musa mistonga (1964) o Piel de palabra (1973) lo muestren en ponderables dimensiones. No fue un narrador convencional, pese a que El vaciadero (1971) lo descubre como escritor denso y prolijo. Tampoco se alista como autor de canciones, aunque las hizo y muy bien: La vÍ llegar y Claudinette son tangos suyos de original factura y de una rotunda originalidad.
La mejor descripción que le cabe es la de periodista con todas las letras, que fatigosamente elaboró, jornada a jornada, en el ámbito de las redacciones, un estilo y una respiración. Hizo de todo y hasta la pasó bien. Si vivió mal, durante muchos años, fue para su sufrimiento pero en beneficio de la poesía. Y cuando empezó a vivir bien, porque largamente lo merecía, se le acabó el carretel y un viejo bondi, en su fantasía, lo depositó en Corrientes y Jorge Newbery. Fue el 26 de julio de 1974, aniversarios de las muertes de Roberto Arlt (1942) y de Eva Perón
Como se sabe, Julián Centeya fue el seudónimo más conocido del poeta Amleto Enrico Vergiati, nacido en Parma, Italia, en 1910 y llegado a playas argentinas doce años más tarde.
Su padre había sido periodista en el diario socialista "Avanti", de Parma, y se vio obligado a emigrar con su familia ante el arrollador avance de los "camisas negras" mussolinianos. Al no conocer el idioma, debió ganarse la vida entre nosotros con el bíblico oficio de carpintero. Hay varios poemas donde su hijo lo recuerda. El más célebre es aquel que empieza: "Quisiera amasijarme en la infinita / ternura de mi barrio de purrete, /con un cielo cachuzo de bolita / y el milagro coleao del barrilete".
Su padre había sido periodista en el diario socialista "Avanti", de Parma, y se vio obligado a emigrar con su familia ante el arrollador avance de los "camisas negras" mussolinianos. Al no conocer el idioma, debió ganarse la vida entre nosotros con el bíblico oficio de carpintero. Hay varios poemas donde su hijo lo recuerda. El más célebre es aquel que empieza: "Quisiera amasijarme en la infinita / ternura de mi barrio de purrete, /con un cielo cachuzo de bolita / y el milagro coleao del barrilete".
En Buenos Aires el joven Amleto cursa hasta el tercer año en el Colegio Nacional Rivadavia, del que también habían sido discípulos sus amigos Cátulo Castillo y César Tiempo. Expulsado por mala conducta, según algunos, dejado libre por sus continuas "rabonas", según otros, abandona el hogar paterno y comienza una vida azarosa, viviendo en pensiones de mala muerte, comiendo salteado y practicando el periodismo bohemio de la época, al tiempo que confraterniza con poetas, prostitutas, curdas, ladrones y cafañas en "bodegones turbios de humo agrio" y otros antros más sombríos de una ciudad sumida en las abyecciones sociales y políticas de la Década Infame.
En esas andanzas por las redacciones más diversas, usó distintos seudónimos - Juan Sin Luna, Enrique Alvarado, Shakespeare García- pero en 1938 escribe una milonga en que inventará su nombre definitivo: "Me llamo Julián Centeya, / por más datos soy cantor. / Tuve un amor con Mireya. / Me llamo Julián Centeya, / su seguro servidor".
Todavía en 1941 firma como Enrique Alvarado su libro de poemas negros "El recuerdo de la enfermería de San Jaime": "Qué hago yo con el recuerdo de la enfermería de San Jaime/ puesto que tú me has dejado con el recuerdo de la enfermería de San Jaime. / Mira: tengo la cara sucia de llanto.../ ¡Ah! Si tú supieras qué triste resulta vivir así, / siempre así, / teniendo entre las manos / el recuerdo de la enfermería de San Jaime...". Acotemos que enfermería de San Jaime o "St. James infirmary" llamaban los negros norteamericanos al lugar donde se expendían bebidas alcohólicas. Y éstas y el tabaco –para desesperación de su mujer, Gori Omar- fueron los mejores amigos de bohemia del poeta callejero.
Todavía en 1941 firma como Enrique Alvarado su libro de poemas negros "El recuerdo de la enfermería de San Jaime": "Qué hago yo con el recuerdo de la enfermería de San Jaime/ puesto que tú me has dejado con el recuerdo de la enfermería de San Jaime. / Mira: tengo la cara sucia de llanto.../ ¡Ah! Si tú supieras qué triste resulta vivir así, / siempre así, / teniendo entre las manos / el recuerdo de la enfermería de San Jaime...". Acotemos que enfermería de San Jaime o "St. James infirmary" llamaban los negros norteamericanos al lugar donde se expendían bebidas alcohólicas. Y éstas y el tabaco –para desesperación de su mujer, Gori Omar- fueron los mejores amigos de bohemia del poeta callejero.
En los años del peronismo –pleno empleo y buenas remuneraciones- el peregrinar de Julián de pensión en pensión (y de desalojo en desalojo) se fue sosegando. Pero en 1955, pese a que jamás ostentó pensamiento partidista alguno, "la irresponsabilidad oficial situó en la calle a multitud de periodistas", y entre ellos a él.
"Puchereó", como lo había hecho tantas veces en su vida, refugiándose en el mundo del tango, presentando alguna orquesta en un boliche, borroneando rápidas glosas radiales. "No haber tenido nada fue su todo", como el mismo escribiera de su amigo Dante A. Linyera.
Por esos años lee mucho y "medita" los poemas lunfardos de "La musa mistonga", libro que en 1964 le editan los hermanos Freeland en su colección "Filólogos del habla popular". En el prólogo al mismo, Julián revela su arte poética: "Yo no descubro nada, menos invento. Repito. Recuerdo. Hago, y no como ejercicio, memoria. A ello sucede el verso, manera de revelar por fuera lo que llevo adentro y lo hago, sí, en un lunfa al que le confiero primitividades de historia, no sin dejar de prestarle la oreja, a lo que tiene de actual, de inmediato, de reciente".
Su segundo poemario lunfa, "La musa del barro", se lo publica una editorial más distinguida, Quetzal, y lo presenta la novelista Martha Lynch. Para 1968 los intelectuales argentinos han empezado a revalorizar a los escritores populares. Y Julián lo es en grado sumo. Basta leer sus poemas "Mi viejo", "Pichuco" y "Atorro", para comprobarlo. O su estremecedor "Muerte del punga": "La muerte lo pungueó en el conventillo, / quedó en el patio de crispada zurda; / venía de lejo el canto de los grillos / y entraba el tano Giacumin en curda". Sin olvidarnos de aquel magistral soneto a Aníbal Troilo, por él bautizado "Bandoneón mayor de Buenosaires": "Estás en el dolor impar del amasijo / que refundió tu cuore en alba y luna. / En tus manos el fueye es una cuna / y en ella desvelao te mira un hijo. // Estás en el misterio profundo de la cosa, / cerrás los ojos para ver por dentro. / No sé con qué carajo hacés la rosa/ del barro inaugural que vino al centro.// Me verdugueás, ¿sabés?, lleno de asombro/ cuando te escucho con la luna al hombro / traer del tango elemental el eco // con luz de pucho y copa levantada / en el boliche aquel de la cortada / tan cordial y tan nuestro como el queco".
No volvió a publicar otro libro de poesía y recién en 1978, póstumamente, aparecen dos recopilados en uno: "La musa maleva" y el surrealista "Piel de palabra" o "El ojo de la baraja izquierda".
Pese a ser un hombre de tango, Julián no escribió mas de cincuenta letras de tangos, valses y milongas. Y a contramano de su bohemia, su capacidad de trabajo fue inmensa. Como periodista llegó a trabajar en cinco publicaciones a la vez. Escribió sobre cine, deportes, costumbrismo, tango, lunfardo, información general. Fue glosista, animador, conductor, libretista radial y, en sus últimos años, comentarista televisivo. "Tarde –como él mismo decía-, ahora que estoy flaco y fulero".
Su novela "El vaciadero" – una cruda inmersión en la quema de basura de Villa Soldati- se publicó en 1971. Alguna vez habrá que volver a ella, a sus breves y dramáticas escenas, a sus personajes delineados con maestría, a la atmósfera agobiante y tortuosa que le imponen esas regiones marginales de Buenos Aires.
Julián Centeya murió una madrugada de julio de 1974 en una residencia geriátrica, solo.
Han pasado 38 años de ese día, "la alta edad de su silencio", como él mismo podría haber escrito, y hoy Norberto Galasso le rinde homenaje con este pequeño gran libro en el que se reconstruye con arte y con amor la estatura poética y humana del Hombre Gris de Buenos Aires.
Como síntesis se puede afirmar que Julián fue un poeta (y de los buenos) en el papel, pero más lo fue en la vida. Lo mejor de su talento, ¿qué duda cabe?, quedó en el genial chisporroteo repentista de su palabra, vertida dispendiosamente en programas de radio, conferencias y charlas con amigos en cafés de madrugada. Esta anécdota que trae Galasso, ahorra cualquier otra disquisición. Julián que como Cátulo Castillo amaba a los perros, tuvo uno llamado Chango que cierta vez lo mordió. "Me mordió fulero, ¿sabés?... Se juntaron los vecinos… Empezaron a gritar… que estaba rabioso… Que tenía que llevarlo al Pasteur. ¡Al Pasteur! Y yo no lo llevé… ¿Cómo iba a meter en cana a mi propio perro…?".
"Puchereó", como lo había hecho tantas veces en su vida, refugiándose en el mundo del tango, presentando alguna orquesta en un boliche, borroneando rápidas glosas radiales. "No haber tenido nada fue su todo", como el mismo escribiera de su amigo Dante A. Linyera.
Por esos años lee mucho y "medita" los poemas lunfardos de "La musa mistonga", libro que en 1964 le editan los hermanos Freeland en su colección "Filólogos del habla popular". En el prólogo al mismo, Julián revela su arte poética: "Yo no descubro nada, menos invento. Repito. Recuerdo. Hago, y no como ejercicio, memoria. A ello sucede el verso, manera de revelar por fuera lo que llevo adentro y lo hago, sí, en un lunfa al que le confiero primitividades de historia, no sin dejar de prestarle la oreja, a lo que tiene de actual, de inmediato, de reciente".
Su segundo poemario lunfa, "La musa del barro", se lo publica una editorial más distinguida, Quetzal, y lo presenta la novelista Martha Lynch. Para 1968 los intelectuales argentinos han empezado a revalorizar a los escritores populares. Y Julián lo es en grado sumo. Basta leer sus poemas "Mi viejo", "Pichuco" y "Atorro", para comprobarlo. O su estremecedor "Muerte del punga": "La muerte lo pungueó en el conventillo, / quedó en el patio de crispada zurda; / venía de lejo el canto de los grillos / y entraba el tano Giacumin en curda". Sin olvidarnos de aquel magistral soneto a Aníbal Troilo, por él bautizado "Bandoneón mayor de Buenosaires": "Estás en el dolor impar del amasijo / que refundió tu cuore en alba y luna. / En tus manos el fueye es una cuna / y en ella desvelao te mira un hijo. // Estás en el misterio profundo de la cosa, / cerrás los ojos para ver por dentro. / No sé con qué carajo hacés la rosa/ del barro inaugural que vino al centro.// Me verdugueás, ¿sabés?, lleno de asombro/ cuando te escucho con la luna al hombro / traer del tango elemental el eco // con luz de pucho y copa levantada / en el boliche aquel de la cortada / tan cordial y tan nuestro como el queco".
No volvió a publicar otro libro de poesía y recién en 1978, póstumamente, aparecen dos recopilados en uno: "La musa maleva" y el surrealista "Piel de palabra" o "El ojo de la baraja izquierda".
Pese a ser un hombre de tango, Julián no escribió mas de cincuenta letras de tangos, valses y milongas. Y a contramano de su bohemia, su capacidad de trabajo fue inmensa. Como periodista llegó a trabajar en cinco publicaciones a la vez. Escribió sobre cine, deportes, costumbrismo, tango, lunfardo, información general. Fue glosista, animador, conductor, libretista radial y, en sus últimos años, comentarista televisivo. "Tarde –como él mismo decía-, ahora que estoy flaco y fulero".
Su novela "El vaciadero" – una cruda inmersión en la quema de basura de Villa Soldati- se publicó en 1971. Alguna vez habrá que volver a ella, a sus breves y dramáticas escenas, a sus personajes delineados con maestría, a la atmósfera agobiante y tortuosa que le imponen esas regiones marginales de Buenos Aires.
Julián Centeya murió una madrugada de julio de 1974 en una residencia geriátrica, solo.
Han pasado 38 años de ese día, "la alta edad de su silencio", como él mismo podría haber escrito, y hoy Norberto Galasso le rinde homenaje con este pequeño gran libro en el que se reconstruye con arte y con amor la estatura poética y humana del Hombre Gris de Buenos Aires.
Como síntesis se puede afirmar que Julián fue un poeta (y de los buenos) en el papel, pero más lo fue en la vida. Lo mejor de su talento, ¿qué duda cabe?, quedó en el genial chisporroteo repentista de su palabra, vertida dispendiosamente en programas de radio, conferencias y charlas con amigos en cafés de madrugada. Esta anécdota que trae Galasso, ahorra cualquier otra disquisición. Julián que como Cátulo Castillo amaba a los perros, tuvo uno llamado Chango que cierta vez lo mordió. "Me mordió fulero, ¿sabés?... Se juntaron los vecinos… Empezaron a gritar… que estaba rabioso… Que tenía que llevarlo al Pasteur. ¡Al Pasteur! Y yo no lo llevé… ¿Cómo iba a meter en cana a mi propio perro…?".
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