El propio D’Agostino se jactaba de cultivar un perfil bajo, aunque esa deliberada discreción no le impidió, por ejemplo,que el programa “Ronda de ases” le otorgara en 1943 el primer premio como mejor director de orquesta. El reconocimiento no debe de haber sido menor, porque iba acompañado de la suma de 1.800 pesos, una muy buena cantidad de plata para aquellos tiempos .
Con el paso de los años el juicio, o el prejuicio, acerca de la “orquestita” se fue relativizando. Sobre todo porque hasta el día de hoy los discos de los dos grandes “ángeles” del tango: D’Agostino y Vargas, se siguen vendiendo como pan caliente y no hay tanguero que se precie de tal que no admita que esa dupla constituye uno de los momentos más felices del tango. Por otra parte, mal se puede “ningunear” a una orquesta por la que pasaron músicos de la calidad de Gabriel Clausi, José Basso, Atilio Stamponi, Jorge Caldara, Ismael Spitalnik y Ernesto Baffa.
Con estos antecedentes, no se puede decir alegremente que se trataba de una orquesta menor. D’Agostino para la década del cuarenta era un pianista con más de veinte años trajinando por los escenarios de locales nocturnos, cines, clubes de barrio, salas de teatro y emisoras de radio. No era Pugliese, pero no estaba muy lejos del maestro. Sus recursos eran básicos, pero los manejaba muy bien. Siempre sostuvo que durante toda su carrera respetó dos criterios musicales básicos: respeto por la línea melódica y acentuación rítmica para facilitar el baile. Durante más de cuarenta años se mantuvo fiel a esa línea y a la hora del balance los resultados están a la vista.
Ángel Emilio Domingo D’Agostino nació en Buenos Aires el 25 de mayo de 1900. La calle de su infancia fue Moreno al 1600, entre Virrey Ceballos y Solís. Se crió en un hogar de músicos. El padre, los tíos, los amigos de la familia tocaban el piano, la guitarra y algunos se le animaban al bandoneón. Manuel Aróztegui y Adolfo Bebilacqua, el autor del tango “Independencia”, eran amigos de la casa.
A los seis años, tocaba el piano y a los doce armó su primera orquesta que actuó en el teatro Guignol, casi en el traspatio del Zoológico. Los otros dos pibes que lo acompañaban eran Ernesto Bianchi y Juan D’Arienzo. Su adolescencia y primera juventud transcurrió alrededor de la música. En nombre de esa vocación abandonó los estudios y empezó a predicar los beneficios de la soltería, pasión que compartió con su amigo Enrique Cadícamo, por lo menos hasta el día en que con más de cincuenta años a cuestas, el autor de “Los mareados” decidió arrear las banderas, capitulación que, según dice la leyenda, D’Agostino no le perdonó nunca.
Desde muy pibe se entreveró en el mundo de la música y se esforzó por ganarse la vida con lo que le gustaba. Así fue como se inició como maestro de piano para las señoras y señoritos del patriciado. A los catorce años, era el pianista preferido de Saturnino Unzué. Desde esa época, datan sus relaciones con las clases altas, a las que nunca perteneció por origen familiar, pero sí por adscripción. Soltero empedernido, nunca dejó de asistir a las veladas del Club Progreso, sobre todo a la timba de hacha y tiza que se armaba en el trasnoche.
Retornemos. Recién acababa de enrolarse cuando conoció al violinista Enrico Bolognini, con quien se presentó en el Jockey Club, el Empire, el Florida y el Apolo. Con Bolognini una noche tocaron La Marsellesa en el balcón de su departamento para festejar el fin de la primera guerra mundial. A sus actividades musicales le sumó sus intervenciones en el teatro con la compañía de Fernando Díaz de Mendoza y María Guerrero, los fundadores del Teatro Cervantes. Para esos años, fundó su primera orquesta “en serio”. Se trataba de una orquesta más dedicada a ritmos populares y el jazz que al tango. No estaba solo en el emprendimiento. Lo acompañaba el violinista Agesilao Ferrazzano. La flamante formación musical debutó en el Teatro Nacional y después se instaló en el célebre Palais de Glace. Para la misma época, funda lo que se considera como la primera orquesta para el cine mudo. Allí está presente un bandoneonista recién llegado de Córdoba: Ciriaco Ortiz
Su primera orquesta de tango nació en 1934. Allí estaban, entre otros, los bandoneonistas Jorge Argentino Fernández y Aníbal Troilo, el violinista Hugo Baralis (h) y el cantor Alberto Echagüe. En 1936, la orquesta animaba las noches de El Chantecler, funciones que se mantendrán hasta 1940. En esos años, lo conoce a Ángel Vargas, quien entonces trabajaba de tornero en un frigorífico. El que los presentó fue un empresario de apellido Vázquez, marido de Paulina Singerman. Con Vargas se conocieron en esos años pero el encuentro artístico definitivo de “los dos ángeles”, el encuentro que los consagrará en la historia del tango, se dio en 1940 y el debut se produjo en el cine Florida y luego en radio el Mundo.
El 12 de noviembre de ese mismo año, editaron para el sello Víctor “No aflojés” y “Muchacho”. Los arreglos musicales estuvieron a cargo de Alfredo Attadía y Eduardo del Piano. No hizo falta más publicidad ni presentaciones. La “magia” del cantor y el pianista se encargaron del resto. Noventa y tres tangos grabaron D’Agostino y Vargas para regocijo de los tangueros. Allí están, entre otros, verdaderos tesoros del género como “Tres esquinas”, “Ahora no me conocés”, “A pan y agua”, “Viejo coche”, “Ninguna”, “Trasnochando”, “Agua florida”, “Pero yo sé”, “Barrio de tango”, Adiós arrabal” y “Café Domínguez”, con un extraordinario recitado de Julián Centeya . Temas como “Tres esquinas”, “Lo llamaban Eduardo Arolas” , “Pobre piba”, eran composiciones de D’Agostino, a las que se deberían agregar “Pasión milonguera”, “El cocherito” y “Dice un refrán”.
Cuando Vargas se retira de la orquesta a mediados de los cuarenta, lo sucede Tino García, con quien graba dieciocho temas. García será reemplazado por Roberto Álvar, que se quedará en la orquesta hasta 1958. En 1952, llega Rubén Cané. También se lucen como cantores Roberto Aldao y Ricardo Ruiz, que graba “Cascabelito”, tema que equivocadamente se le atribuye a Vargas. El último cantor de la orquesta será Raúl Lavié, quien grabará con el maestro en 1962. Ese mismo año D’Agostino se retira de los espectáculos públicos. No lo hará de la noche y de su pasión, el póker. Muere el 16 de enero de 1991. Los coleccionistas se disputaron durante un tiempo el famoso reloj despertador de exclusivo diseño que en su momento le regaló Evita.
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