La relación Cortázar con el tango proviene de su infancia, de una casa donde el tango era escuchado por su familia a través de una radio que recién empezaba a descubrirse. “En los patios a la hora del mate -evoca-, en las noches de verano, en la radio a galena o con las primeras lamparitas”. Sería exagerado decir que en esos años perdidos de su adolescencia se hizo tanguero, pero está claro que al momento de irse a París, cuando ya andaba cerca de los cuarenta años, el tango formaba parte de su paisaje cultural y está presente en sus primeros escritos literarios.
Él mismo cuenta que en 1952 un amigo le regala una victrola y algunos discos de Gardel. Ese obsequio sólo se le hace a alguien que es capaz de disfrutar con el tango. En ocasión de ese regalo escribe algunas opiniones sobre Gardel y el tango. Dice, por ejemplo, que para apreciar a Gardel en toda su calidad hay que escucharlo con una victrola. Julio hace hincapié en este caso en las evocaciones que le produce esa voz y esos tangos que le recuerdan tanto a su juventud en Argentina.
Su imagen de Gardel es muy “cortazariana”, por decirlo de alguna manera. “Gardel crea cariño, admiración, como Legui y Justo Suárez; da y recibe amistad sin ninguna de las turbias razones eróticas que sostienen el renombre de los cantores tropicales que nos visitan, o la mera delectación en el mal gusto y la caballería resentida que explican el triunfo de un Alberto Castillo”.
También en ese texto asegura que el mejor tango de Gardel es “Mano a mano”, de Celedonio Flores. Estima que allí está el punto exacto de talento, creatividad, equilibrio para interpretar un poema que considera excelente. Concluye sus consideraciones hablando de Gardel. Allí refiere la anécdota en la que un hombre le pregunta a otro -bigote malevo, funyi y pañuelo al cuello- que en un cine de barrio está esperando ingresar para ver “Cuesta abajo”. El diálogo es breve y elocuente. “—¿Vas a entrar al cine? —Sí, porque dan una del Mudo”.
Sus simpatías por Gardel sólo se comparan con su rechazo a Alberto Castillo, considerado algo así como un mamarracho, el arquetipo de lo que no debe ser el tango. Desde el punto de vista estrictamente musical y a contrapelo de sus declaraciones sobre la supuesta pobreza del tango, reconoce la calidad de músicos como Piazzolla, Basso, Salgán, entre otros. Pero es en su literatura donde las imágenes del tango están más presentes. Al respecto, habría que decir que resulta muy difícil, por no decir imposible, escribir cuentos y novelas ambientadas en el mundo urbano, sin que la cultura tanguera esté presente de una manera sutil o evidente, sobre todo en escritores de su generación. La ciudad transpira tangos y nos penetra -nos guste o no-, y no se puede percibir la realidad sin incluir -aunque más no sea- alguna nota tanguera.
En “Los premios” y “Rayuela” las referencias al tango son evidentes, a veces de manera irónica, a veces como marco escénico, a veces como dato pintoresco. En el cuento “Las puertas del cielo”, el tango está presente y de alguna manera es constitutivo del relato. “Las puertas del cielo” ha sido considerado un tango “gorila” de Cortázar por su visión algo burlona, algo despectiva de las clases populares (concepto parecido mereció “Casa tomada”, uno de sus primeros cuentos que incluso ganó la aprobación de Borges), pero más allá de estas dudosas y controvertidas consideraciones, lo cierto es que “Las puertas del cielo” es un cuento excelente, cuya música de fondo se escribe con ritmo de tango, afirmación que no sé si Cortázar compartiría, porque siempre dijo que si alguna influencia ejercía la música sobre su literatura, esa influencia era la del jazz, sobre todo en la técnica de la improvisación, de dejar liberado a “la creación espontánea” el ritmo de la escritura.
Pero Julio no sólo gustaba escuchar tangos, sino que, además, intentó escribir algunos. Un ejemplo con música de Edgardo Cantón: “Extraño la Cruz del Sur cuando la sed me hace alzar la cabeza para beber tu vino negro, medianoche. Y extraño las esquinas con almacenes dormilones, donde el perfume de la yerba tiembla en la piel del aire; pienso que está siempre allá como un bolsillo donde a cada rato la mano busca una moneda, el cortaplumas, el peine, la mano infatigable de una oscura memoria que recuerda sus muertos”.
La referencia más concreta a estas inquietudes se expresó cuando el Tata Cedrón hizo una presentación en ese célebre templo tanguero de París que fue Las veredas de Buenos Aires, inaugurado en 1981 con la presencia de Salgán entre otros. Las veredas de Buenos Aires gozó del reconocimiento de argentinos y europeos deseosos de disfrutar del tango en sus versiones más elaboradas.
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