lunes, 20 de agosto de 2012

Oscar Ferrari un corazón de tango


Dedicó toda su vida al arte popular. Como cantor, primero, y formador de voces tangueras, luego. Fue hijo único de una pareja de bailarines de variedades y creció entre las bambalinas de los teatros de revistas más importantes de Buenos Aires: El Maipo y el Nacional, porque sus padres lo llevaban consigo al no tener con quién dejarlo.
 Nacido en 1924, sacó cepa de cantor de tangos, en los más importantes templos porteños del género: Tango Bar, Chantecler y el Marabú, cabarés donde reinaban las mejores orquestas y congregaban a legiones de noctámbulos bailarines de ambos géneros. A los 4 añitos ya debutaba en la compañía de Arturo de Bassi chapurreando un tango. Su nombre real: Óscar Manuel Rodríguez de Mendoza se acortaría artísticamente y pasaría a llamarse Óscar Ferrari. Su padre fallece con 28 años y retornan de Montevideo, donde estaba actuando, radicándose con su madre en el proletario barrio de Barracas, lo que le da su impronta definitiva, con sus calles empedradas y desparejas, sus fábricas, los interminables partidos de los chiquilines con la pelota de goma y ese sello del arrabal. El tango recibió su voz de tenor potente, su baja estatura y sus afanes.
Ferrari debutó en 1943 con la orquesta de Atilio Felice y luego formó el conjunto Los Cantores de América. Posteriormente, se enrola en la orquesta de un director mítico: el violinista Alfredo Gobbi, que actuaba en el Marzotto de la calle de Corrientes. Gobbi, con su calma y bonhomía, le ponía la mano en el hombro y le sugería: "Así no, pibe, no cante tanto". Posteriormente le sucedería algo parecido en el conjunto de otro grande: Edgardo Donato, el autor de A media luz. Los músicos le musitaban por lo bajini: "Así no, plomo... Así no, cuete...". El violinista y cantor Hugo Gutiérrez le da lecciones, le modela, y con los años Ferrari lo recordaría risueñamente y agradecería esos consejos y experiencias que le servirían para modular su voz, contenerse en los calderones y establecer su nombre en las marquesinas rutilantes de la época dorada del tango en Buenos Aires.
Pasó fugazmente por la orquesta de Astor Piazzolla que decía que "los cantores en el tango son una desgracia, un mal necesario". Y llega la etapa de su consolidación en los conjuntos importantes de José Basso, donde hizo pareja con un grande: Fiorentino, y en el del bandoneonista Armando Pontier, formando dúo con el inolvidable Julio Sosa.
Ferrari había alcanzado su altura de crucero y el tango Venganza fue su gran éxito, en la orquesta del pianista José Basso, aunque lo grabaría en siete oportunidades, llegando a vender cuatro millones de discos en su primera impresión del mismo. ("No me dejes solo, no te vayas mi alma, / dame un beso grande / de esos que das vos. / No te quedes muda, / ni mirés con rabia, / ¡no ves que me muero / sin perdón de Dios! / ¡Vení, dame un beso! / ¡Pucha, cómo sos!"). El bajón del tango, cercado por las dictaduras en los sesenta, le lleva a recorrer el país y ciudades de toda América. Y para escribir un libro donde relata su experiencia en cabarés del interior: Historias de cabaret, así como diversos poemas en lunfardo. En los últimos 35 años, además de recibir premios importantes se dedicó a la enseñanza, transmitiendo su respeto por el poema cantado y luchando por la introducción de las formas nuevas, aunque buceando siempre en las fuentes.

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