lunes, 6 de abril de 2015

Aníbal Troilo (11/7/14 - 19/5/75)

Aníbal Troilo nacio el 11 de julio de 1914, en la calle Cabrera 2937, entre Anchorena y Laprida, es decir, en pleno barrio del Abasto pero se crió en Palermo. Su padre murió cuando "Pichuco" tenía 8 años y su vocación por el "fueye" despertó cuando todavía cursaba la escuela primaria, años despues comentaría "Mi viejo era carnicero y murió cuando yo tenía ocho años... A los diez, el fueye me atraía tanto como una pelota de fútbol. Jugaba de centrojás en el Regional Palermo. La vieja se hizo rogar un poco, pero al final me dio el gusto y tuve mi primer bandoneón: diez pesos por mes en catorce cuotas. Y desde entonces nunca me separé de él".
Una tardecita de 1928, un gordito retacón, con ojos de japonés, bajó del tranvía 31 y encaró para el lado de la calle Soler, en la frontera sur de Palermo Viejo con el Abasto y Almagro. El pibe venía del Carlos Pellegrini, del colegio. En la esquina, lo pararon los amigos: el jorobadito Goyo, Duve, el flaco Cutaro, Luisito el peluquero... "¡Dogor! –le gritó el jorobadito- ¿te querés ganar unos mangos? Te conseguimos una actuación en el Petit Colón".
El fue al tango, como instrumentista, lo que Carlos Gardel a su interpretación cantada.
Así empezó la historia. El gordito retacón con ojos de japonés tenía 14 años, los pantalones cortos y todo el barrio adentro. Se llamaba Aníbal Carmelo Troilo.
Ejecutante de bandoneón, justamente el instrumento símbolo del género, su apodo familiar de "Pichuco" trascendió a la sociedad y coexistió armoniosamente con el artístico de "El Bandoneón Mayor de Buenos Aires", según lo bautizara el poeta lunfardo Julián Centeya.
Varios factores contribuyeron a hacer de Troilo un mito viviente: su manera de tocar "hacía hablar" al bandoneón en los fraseos, del mismo modo que la trompeta de Louis Armstrong "enseñaba" a cantar jazz a sus contemporáneos. Pero además, Troilo fue un melodista inigualable, cuyo talento para la composición quedó registrado en temas como los que escribió para letras de Homero Manzi ("Barrio de tango", "Sur", "Discepolín", "Che Bandoneón"), o de Cátulo Castillo ("María", "La última curda") o en su "Responso", a la muerte, justamente, de Homero Manzi, en 1951. Fue un tío llamado Juan Amendolaro quien le impartió las primeras nociones de ejecución de bandoneón. Y ya en 1926, con apenas 12 años, estaba tocando en un festival benéfico del Petit Colón, un cine de su barrio. Nunca más se bajó de las tablas. Por su orquesta pasarían, entre una larga constelación de grandes, un joven bandoneonista marplatense llamado Astor Piazzolla, a quien distinguió prontamente con la confianza que el director dispensa a quien se convierte en su arreglador, y a quien solía hacer una sola recomendación: "La gente tiene que bailar, no perdamos el baile, si perdemos la milonga, sonamos". 

Muchos años después, ese mismo Troilo, ya devenido en "Pichuco", fue a visitar a Enrique Santos Discépolo, que entonces vivía en La Lucila. Se quedó a cenar y cuando la sobremesa se alargaba, Discépolo lo llevó a los fondos de la casa para que viera el jardín que él mismo cuidaba. De repente, le preguntó:
¿Cómo estás?
Bien – le contestó Pichuco.
¿Qué vas a hacer?
No sé.
¿Sabés lo que tenés que hacer?
No.
Nada.
Para Discépolo, Pichuco, ya había hecho todo. Pero, se equivocaba, le quedaba por ejemplo, envolver en melodías los versos de "Discepolín", escritos por Homero Manzi. O los de "A Homero", "Desencuentro" y "La última curda", que hizo Cátulo Castillo. Cuando murió Manzi, una noche lo sintió dentro de él. Estaban jugando al Bacarat en su casa cuando se levantó de la mesa y se fue a otra habitación para componer de un tirón "Responso", una elegía que está entre los tangos más grandes de todas las épocas. Lo grabó y no quiso tocarlo nunca más. Cuando el público lo obligaba, accedía, pero se desgarraba por dentro.
Fue autor de 60 tangos. Todos inolvidables. Sus músicos decían que llevaba al tango en la piel. Tocaba como bailaban los bailarines de antes, resbalando sobre el piso encerado. Eso no se lo enseñó nadie, porque eso no se aprende sino que se trae en el alma. Es necesaria una sensibilidad muy especial y Troilo la tenía, por eso fue lo que fue.
Sus sucesivas formaciones orquestales no sólo incorporaron a cantores insignes -Alberto Marino, Floreal Ruiz, Edmundo Rivero, Roberto Goyeneche, Elba Berón, Nelly Vázquez- sino a instrumentistas prestigiosos, auténticos paradigmas del género: los pianistas Orlando Goñi, José Basso, Carlos Figari y Osvaldo Berlingieri; los bandoneonistas Astor Piazzolla, Ernesto Baffa y Raúl Garello; los violinistas Hugo Baralis, Salvador Farace y Juan Alzina; el cellista José Bragato... Como siempre sucede, los artistas que logran aquerenciarse en el espíritu ciudadano son humildes de alma, desdeñan los oropeles del éxito y disfrutan el regocijo que sólo proporcionan "esas pequeñas cosas".
Remolón, parsimonioso, "fiaca" confeso, Troilo se volvía frenético cuando lo asaltaba la inspiración o cuando sus kilos de más y la jaula sobre sus rodillas conjugaban un solo cuerpo de pasión tanguera.
La gente le tenía cariño, siempre lo reconoció; y él siempre decía: "Los que caminan al bardo, como yo, siempre quieren a los que les hacen bien". Al bardo, para él, era caminar sin ton ni son. Los que lo conocieron muy de cerca afirman que un hijo podría haberle cambiado la vida. Pero, no lo tuvo, siempre se jactó de su amor por la noche. Un día, entró a una Iglesia y discutió con el párroco que pretendió darle un sermón. "El recién tenía treinta años y me quería enseñar a vivir a mí, justo a mí, que me pasé la vida en la calle, a los golpes con la vida, con la gente y conmigo mismo, porque yo siempre fui mi peor enemigo. Pichuco fue el peor enemigo de Aníbal Troilo".
Solía cerrar los ojos cuando tocaba y nunca supo explicar porqué. Si lo apuraban, decía que era porque, posiblemente, se sentía dentro de sí mismo. Era así, parecía que se dormía sobre el fueye. Los aplausos lo despertaban. Entonces, comprendía que todo había sido en vano, que nunca había estado solo.
Víctima de un derrame cerebral y de sucesivos paros cardíacos, Pichuco murió el 19 de mayo de 1975 en el Hospital Italiano, pero aún hoy su recuerdo promueve un reverencial sentimiento de porteñidad.


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